La ética de Platón
La
ética es una reflexión sobre la conducta humana que se dirige hacia la
resolución de problemas tanto individuales (por ejemplo, cómo puedo
alcanzar la felicidad, o cómo debo vivir para estar por encima de mi
constitutiva animalidad) como sociales (cómo lograr la convivencia común
pacífica y tolerante). La ética platónica, que recoge detalles del
pensamiento socrático y que será posteriormente ampliada, corregida y
conceptualizada por Aristóteles, es eudemonista, dado que se orienta al
logro del bien supremo del hombre, esto es, a su felicidad. El bien
supremo consiste en el desarrollo de la personalidad, de su alma, de
forma que adquiera el estado en que debe hallarse y, por ello, sea
feliz.
Al inicio del diálogo platónico Filebo, sus dos
disertantes se acomodan en dos posturas antagónicas: Protarco sostiene
que la esencia del bien es el placer, mientras que Sócrates cree que es
la sabiduría. Pronto, sin embargo, ambos admitirán que una vida cifrada
en uno sólo de esos estados, y que los potencie a la máxima expresión,
no sería propiamente una vida humana; una existencia de la que no tome
parte la experiencia, la memoria, el conocimiento, sería tan vacía como
otra que rechazase los placeres corporales. Una vida buena para el
hombre, concluyen, deberá contener tanto placeres intelectuales como
aquellos que suponen satisfacer un deseo corporal, siempre que sea con
mesura.
De los primeros se supone imprescindible la concurrencia
de la ciencia exacta de los objetos intemporales, es decir, la
geometría. La geometría describe los conocimientos más verdaderos
posibles acerca de la realidad más notable. Pero como en el mundo de
nuestra experiencia no hallamos más que una grosera aproximación a esos
objetos intemporales, será necesario atender a un conocimiento de
segundo tipo que la describa, admitiendo, siempre, que se trata de un
saber inferior; un conocimiento de esta guisa sería, por ejemplo, el
proporcionado por la música o la poesía. De los placeres corporales, por
su parte, se aceptan únicamente aquellos que reporten salud y bondad a
quien los experimenta, y se desprecian los que generan maldad o locura.
Se busca, así, una afinidad entre el conocimiento, entre la sabiduría, y
lo que la satisfacción del deseo puede proporcionar, tratando de
encontrar una mezcla ecuánime y certera.
La felicidad sólo se
alcanza, pues, encontrando la medida o proporción entre una vida sabia y
una vida gozosa. Y para ello es esencial la práctica de la virtud,
equivalente en este contexto a parecerse tanto a Dios como al hombre le
sea posible. La ética platónica abarca cuatro virtudes fundamentales que
se derivan del análisis de las partes anímicas que presenta el ser
humano (la racional, la irascible y la concupiscible). Así, al alma
concupiscible le corresponde una moderación, una templanza inteligente,
ya que todo aquel que se muestre templado en la búsqueda de la virtud
obrará de forma buena y beneficiosa, de modo que la templanza y la
sabiduría no son completamente dispares. En segundo lugar, al alma
irascible le atañe una capacidad de sacrificio, una fortaleza de ánimo
ante las adversidades, el coraje propio de los que van a la batalla, que
no se apartan de la primera fila pese a estar expuestos al peligro.
Estas dos virtudes se unifican en la presente o generada por la parte
racional del alma, la prudencia, que representa lo verdaderamente bueno
para el hombre y los modos para conseguirlo. A su vez, las tres virtudes
precedentes se suman e integran en una cuarta, la más importante, que
produce la armonía perfecta del alma: es la justicia. Sobre estas cuatro
virtudes platónicas gira toda la vida moral de los hombres, ya que
abarcan la determinación práctica del bien (prudencia), su efectiva
realización social (justicia), el coraje para alcanzarlo o defenderlo de
agresiones o amenazas (fortaleza) y la moderación necesaria en virtud
de la cual podemos controlar y no confundir dicho bien con el exceso
placer corporal (templanza).
Platón creyó siempre que nadie
optaría por el mal a sabiendas. Pensaba que si alguien actuaba o elegía
hacer algo malo era debido a que se imaginaba que, en realidad, lo que
hacía era bueno, aunque de facto fuese todo lo contrario; si uno se deja
arrastrar por la maldad es porque, sostenía Platón, no conocía el
verdadero bien, o porque cede temporalmente a la pasión, obnubilándose
durante un tiempo hasta que reconozca, él mismo, que el bien aparente le
parecía el bien auténtico. Esto, sin embargo, no exculparía al
individuo de responsabilidad moral, porque sería autor de una falta
grave, al permitir que la pasión dominara sobre su razón.
Polemarco,
según cuenta Platón en La República, había postulado su teoría de que
era conveniente, y justo, portarse bien con aquellos seres próximos si
ellos eran buenos, pero que con los enemigos, si eran malos, no cabía
remordimiento alguno para con ellos y había que actuar con maldad.
Platón rechazará esta máxima (seguramente muy de moda en sus tiempos,
aunque también en los actuales...) según la cual se debe ser bueno con
los amigos y familiares y malo con nuestros enemigos; Platón afirma que
hacer el mal nunca puede ser bueno, y nunca puede proporcionar bien ni
felicidad alguna. En boca de Sócrates, Platón asegura que dañar a aquel
que actúa mal es hacerle aún peor; Sócrates concluye que, si se siguen
las directrices propuestas por Polemarco, el resultado de su forma de
“hacer el bien” y promover la justicia es “hacer peor al hombre
injusto”; sin embargo, como es obvio, una acción similar sólo es propia
de un hombre injusto, y no precisamente de aquel que se aprecia como
razonable e virtuoso.
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